El domingo por la mañana, el sacerdote Marcelo Pérez terminó de dar misa en una iglesia de San Cristóbal de las Casas, Chiapas. Al sair, abordó su camioneta. En ese momento, dos sicarios que viajaban en moto y cubrían sus rostros con pasamontañas se acercaron, lo balearon, lo mataron. Y escaparon.
La noticia del crimen provocó una conmoción ya que confirmó la creciente violencia que padece este estado ubicado al sureste de México que hoy es territorio en disputa de los cárteles del narcotráfico.
Apenas la semana pasada, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) había denunciado un inédito acoso y amenazas por parte de las organizaciones criminales.
Fue una señal más de la crisis de violencia que comenzó a profundizarse hace un par de años en Chiapas y que aumenta cada día con asesinatos y desapariciones, además del desplazamiento masivo de ciudadanos que se ven forzados a dejar sus pueblos para salvar su vida.
Todo ello lo denunció el mes pasado Pérez, un cura indígena que sostenía un intenso trabajo social en la comunidad. “La violencia no se aguanta, el pueblo se está levantando, la Iglesia se está levantando, se han unido las tres diócesis ante esta avalancha de la violencia”, le dijo el 13 de septiembre al periodista Isaías Mandujano durante una protesta en Tuxtla Gutiérrez, la capital de Chiapas.
“Desgraciadamente, el Gobierno no solo que no hace nada, sino que niega sistemáticamente la existencia de la violencia. Cada vez hay más muertos, más desplazados, secuestros, y eso preocupa mucho”, agregó al revelar que, a pesar de que él y otros párrocos de Chiapas recibían amenazas y sabían que arriesgaban sus vidas, permanecían al lado “del pueblo que sufre”.